Un espirar de dudas, generado por las repetidas preguntas de las que fui receptora, tales como ¿sos feliz? ¿estás enamorada? ¿alguna vez te enamoraste? se “perdieron” siempre en la eterna confusión de qué es el amor, qué es la felicidad.
Más allá de lo cultural y socialmente establecido por “amor”, que reafirma una sobrevaloración a lo constante, lineal, perdurable en el tiempo y espacio, a mí emocionalmente me cuesta asociar, vincular, combinar, lo perdurable con la idea del sentimiento más fuerte que un ser humano pueda sentir.
Para mí, ser feliz, estar en un estado de felicidad, significa ser capaz de sentir amor y este estado se logra a través de la paz interior.
Porque entiendo amor como lo más fuerte que puede sentir alguien, lo entiendo como el sentimiento éxtasis que envuelve todo lo emocional y mental de la persona logrando desprenderla del lugar y tiempo de su cuerpo, desprendiéndola así de toda necesidad básica, o más bien, de toda necesidad, ya que ese instante de éxtasis absoluto provoca la sensación de no necesitar nada. Este sentimiento puede ser logrado de muchas maneras, pero no de una manera constante, por eso me cuesta asociarlo con algo perdurable. Manera como la combinación de un contexto que lleve al sí a ese viaje, como puede ser cierta música, en cierto lugar, con cierta compañía o no, con un libro o un lienzo, o nada. Y es este sentimiento de plenitud que el ser humano encuentra y siente una excesiva necesidad de hacerlo duradero, separando algo que fue generado por la combinación de factores a cosas independientes, generando la idea de “estar enamorado de una persona, de un lugar, de una banda, etc”. La desesperación, el ideal, de querer sentir eso de nuevo, genera (para mí, claro está) la idealización de lo que se retuvo como factores generadores de amor, genera esa idea de que amar es sentir algo por alguien o algo, porque se traslada a una necesidad y un atamiento a lo que removió en el ser de uno toda necesidad básica, esperando hasta que dure el encanto, que aquello vuelva a surgir.